Ámsterdam, reflejos en el agua
Viernes, 13 Febrero 2015
Fueron dos pescadores llegados al estuario del río Amstel los primeros habitantes de Ámsterdam, la ciudad más carismática del norte de Europa, que desde entonces rinde con pasión culto al agua. Por sus célebres y románticos canales, que en este 2013 celebran su 400 aniversario, transcurre la vida diaria, envuelta siempre de un halo de diversidad y desenfado.
Cualquier motivo es válido si de lo que se trata es de explicar por qué la capital holandesa ocupa un lugar especial en el imaginario del mundo entero, que la ha convertido, desde hace ya varias décadas, en el lugar donde dejarse llevar y ser feliz resulta más fácil. Ámsterdam embruja con sus desequilibrios míticos y reales a quien llega por primera vez, incapaz de sentirse extraño al recorrer sus puentes en bicicleta, pasear por sus plazas o entablar conversación en algún bar o mercadillo sin apenas entender una palabra. Que nadie espere monumentos deslumbrantes: su grandeza reside al aire libre, está en la calle. Aquí no hace falta marcar en rojo, o mejor dicho, en naranja, ninguna fecha del calendario. Siempre apetece en Ámsterdam sentarse en una terraza o compartir una cerveza y un vasito de ginebra en algún viejo café marrón. En esta ciudad nadie tiene que buscar su sitio: todo el mundo lo encuentra.
Un cita con Rembrandt
Considerada desde hace años la capital de la tolerancia, Ámsterdam intenta ahora deshacerse de etiquetas e ideas preconcebidas para actualizar su imagen y ofrecer sus verdaderos tesoros, los que siempre ha tenido. Desde que en 2009 el Palacio Real, un edificio clásico construido a mediados del siglo XVII, reabriera sus puertas tras varios años de exhaustivos trabajos de rehabilitación, muchas cosas han cambiado. La remodelación del Rijksmuseum, que se reinaugura este año, es un síntoma de esa transformación de la ciudad, encaminada a reencontrarse con su pasado cultural rindiendo homenaje siempre a Rembrandt y a su maravillosa Ronda nocturna, a Van Gogh en su museo, que celebra ahora su 40º aniversario, o a la inocente Anne Frank en una casa que es ya centro universal de la paz y la solidaridad. Seguir su estela y comprender su legado es obligado en esta antigua villa medieval de calles de nombres imposibles y límites caprichosos, formada por la unión de 18 barrios, situados en la orilla sur de la desembocadura del río Ij. Aunque sea otro río, el Amstel, el que atraviesa Ámsterdam dando lugar a esa famosa estructura de canales e islas que se comunican por puentes que de noche hacen brillar las aguas con sus bombillas. Uno de ellos, el Magere Brug, tiene leyenda: fue construido en 1672 por dos hermanas que vivían en diferentes orillas del río y anhelaban poder verse y conversar todos los días.
Plazas y mercados
La palabra cercanía es también clave para entender esta ciudad, vibrante y a la última, deliberadamente mordaz y transgresora, pero a la vez cálida y próxima, con ese algo tan especial, no se sabe muy bien qué, que se te pega al alma. La plaza Dam es el eje que vertebra Ámsterdam, ese punto de reunión inevitable en el que comienza siempre la aventura de cada día. Las distancias en Ámsterdam son cortas. A un lado, el Barrio Rojo y su turbio pasado; al otro, el Nieumarkt, en cuyo centro se alza el imponente Waag, única parte de las murallas que se conserva entera. Hoy acoge un agradable café con terraza, donde descansar un rato después de comprar en los puestos de fruta y quesos que se despliegan a su alrededor. Mercados de comida y ropa hay prácticamente en todas partes, en cada rincón. El de Noordmarkt ofrece productos naturales. El de Albert Cuypmarkt, en el popular barrio del Pijp, arenques, objetos de segunda mano y casi cualquier cosa a lo largo de sus tres kilómetros. Y el de Bloemermarkt, el Mercado de Flores Flotante que ocupa una parte del canal Singel, tulipanes rojos, amarillos, blancos, violeta… y geranios, cipreses de interior y plantas de la isla de Pascua. Una de las atracciones con más colorido y fragancia.
De ayer y de hoy
Ámsterdam es ese lugar en el que el todo es posible se hace realidad, donde lo mismo te sorprendes a ti mismo admirando gigantescos retratos de milicianos del siglo XVII en una recoleta galería de arte al aire libre en pleno centro que dejas volar tu imaginación en el Beginhof, un patio de beguinas del siglo XVI que sirvió en sus tiempos para alojar a mujeres solteras y piadosas que no deseaban tomar los hábitos. Es realmente hermoso, muy tranquilo, con un jardín bien cuidado, que nos recuerda que esta ciudad de agua, luminosa y azul, también piensa en verde. Y, como muestra, el Vondelpark, un parque de 45 hectáreas con más de 127 tipos de plantas y un centenar de árboles. Un espacio único donde tumbarse en el césped como hacen los holandeses, patinar o montar en bici antes de regresar al hogar. Un hogar que bien pudiera estar en el Zeeburg, una zona en la ribera del Ij a la que muy pocos viajeros llegan y muchos suspiran por vivir en ella. Hay aquí islitas de diseño, un museo en forma de barco –el Nemo, de Ciencias–, un puente rojo que se retuerce sobre el agua como una serpiente y residencias de vecinos en el cuerpo de una ballena. Virguerías arquitectónicas que desafían la ley de la gravedad y que devuelven a Ámsterdam su verdadera vocación: la de ir siempre por delante de las vanguardias.