San Petersburgo, mimada por los zares
Martes, 03 Febrero 2015
A diferencia de la mayoría de las ciudades europeas, que están cosidas con retales superpuestos de la historia, San Petersburgo fue concebida de una sola vez y sin dejar ningún detalle al azar.
Sobre unos heladores pantanales a orillas del Mar Báltico y el delta del Neva, el zar Pedro I mandó erigirla a la altura de su sobrenombre, El Grande, como ventana a Europa y capital de su nueva Rusia. Sin escatimar gastos, hizo traer de medio continente a arquitectos, escultores, orfebres y jardineros que dieran forma a su empeño e ilusión, y sin que nadie osara oponerse obligó a los nobles a construirse en ella grandes mansiones que habrían de habitar al menos parte del año.
Palacios barrocos y un metro de mármol
Ni siquiera las décadas del comunismo pudieron arrebatarle el regusto aristocrático a esta ciudad imperial que, al poco de desintegrarse la Unión Soviética, aprovechó la celebración de su 300 aniversario para remozarse de arriba abajo y recuperar el lustre de sus orígenes. Aquellos años en los que cambió su nombre por el de Petrogrado y después por Leningrado le dejaron unos puñados de mamotretos de arquitectura socialista que sus visitantes de hoy admiran como una excentricidad de un pasado aún reciente, y, sobre todo, un metro revestido de mármoles y mosaicos –a fin de cuentas se trataba del palacio del pueblo– que en nada desmerece a los mil y un palacios barrocos que adornan sus espléndidos bulevares, canales y parques.
Museo del Hermitage
Desde su fundación, pocos lugares en el mundo han protagonizado, en tan breve espacio de tiempo, episodios así de extremos: desde la revolución bolchevique y el sitio de 900 días al que la sometieron los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial hasta el colapso de la Unión Soviética y el resurgimiento de esta ciudad mimada hasta lo indecible por sus nuevos zares, el todopoderoso Vladimir Putin y su lugarteniente Medvédev, hijos ambos de San Petersburgo.
En este epicentro cultural crearon Tchaikovsky, Shostakovich y Stravinsky. Sus célebres Noches Blancas, cuando de finales de mayo a principios de julio el sol casi no se oculta y sus vecinos se echan a la calle a deshoras para contagiarse de la magia del festival que entonces acoge, inspiraron a Dostoievsky, Pushkin y Gogol. Y estrellas del ballet como Rudolf Nureyev, Váslav Nijinsky, Mijail Baryshnikov o Anna Pavlova adquirieron reconocimiento mundial desde las tablas de esa bombonera que es su Teatro Mariinsky.
Más reputado si cabe, al Museo del Hermitage podría consagrársele toda la estancia, y aun así sería imposible paladear como merecen los miles de tesoros que cuelgan por las salas de esta antigua residencia de los zares transformada en uno de los grandes museos del mundo y levantada sobre la Plaza del Palacio, donde una muchedumbre fuera masacrada por la Guardia Imperial durante el que pasará a la historia como el domingo sangriento. Su colección, formada por más de tres millones de piezas, abarca desde antigüedades romanas y griegas hasta cuadros y esculturas de la Europea Occidental, arte oriental, piezas arqueológicas, arte ruso, joyas o armas. Aunque abarcar todo resulta una tarea casi titánica, conviene consumir al menos una mañana paseando entre sus leonardos, picassos y renoirs, para después encaminarse hacia la Perspectiva Nevsky, el gran escaparate de la ciudad desde su fundación en el siglo XVIII.
Avenida Nevsky
Cruzada por un puñado de bucólicos puentes, a lo largo de sus cuatro kilómetros entre el Almirantazgo y el monasterio de Alejandro Nevsky se suceden los palacetes más refinados, amén de la catedral de Nuestra Señora de Kazan o las historiadas cúpulas de la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, a orillas del canal Griboédov, en el lugar exacto donde fuera asesinado Alejandro II. También por ella abren hoy sus puertas boutiques con pedigrí en las que dilapidan las nuevas élites rusas, librerías y cafés de la solera del Dom Knigiy y el Literaturnaya, restaurantes en los que pedirse desde el mejor sushi hasta unos blinis y una sopa de borsh, además de un par de grandes almacenes sin los que no cabría concebirse la historia de San Petersburgo: Gostiny Dvor, fundado en 1748 por la emperatriz Isabel, y, justo enfrente, Passage, algo posterior e igualmente contagiado del espíritu de las galerías parisinas que se quisieron emular en estos Campos Elíseos a la rusa que es la avenida Nevsky.
Un crucero entre canales
La fortaleza de Pedro y Pablo, incluida la prisión en la que encerraron a Trotsky y la iglesia en la que por fin reposan los restos de los últimos Romanov, es otra de las piezas clave con las que ir encajando el puzzle de esta hermosísima ciudad, en la que tampoco hay que perderse la catedral de San Isaac y sus increíbles vistas desde la cúpula, su barbaridad de museos, teatros y salas de conciertos, el buque Aurora desde el que se dio aviso del comienzo de la revolución, o un crucero por el laberinto de canales que se abren entre las más de cuarenta islas sobre las que se posa la segunda mayor urbe de Rusia. Con algo más de tiempo, sus alrededores despachan también un sinfín de escenarios por los que ahondar en los excesos del universo de los zares con, como mínimo, una escapada a Peterhof, donde entre fuentes y parques al estilo de Versalles se arremolina el conjunto de palacios veraniegos de estos antaño amos y señores de la madre Rusia.