Lisboa, Luz y Nostalgia
Viernes, 23 Enero 2015
A veces resulta doloroso recurrir a los tópicos. Pero lo cierto es que cuando alguien se aleja de la capital portuguesa siente añoranza en el alma. Melancolía, tristeza por la pérdida de esas calles estrechas que se elevan rumbo al cielo alejándose del mar.
Aunque quizás todo sea por la luz. Esa luz transparente, blanca y sutil que ha iluminado cientos de poemas escritos a primera hora del día. “Recibí el anuncio de la mañana, la poca luz fría que da un vago azul blanco al horizonte, como un beso de gratitud de las cosas. Casi lloro, viendo aclararse ante mí, debajo de mí, la vieja calle estrecha. Cuando los cierres de la tienda de la esquina ya se revelan castaño sucio en la luz, mi corazón siente un alivio de cuento de hadas verdaderas”. Fernando Pessoa habla, y por cada palabra Lisboa responde con imágenes que ya son eternas: un tranvía, una taberna, plazas con flores… y un café, A Brasileira, convertido en el mejor lugar del mundo para leer el periódico o, por qué no, otro libro de poemas. “En su resplandecer de azul y río. En su cuerpo amontonado de colinas”… Sophia de Mello también se enamoró de esos colores mágicos que pintan cada segundo a Lisboa, incluso en pleno invierno. Una ciudad triste en los fados y alegre en las canciones de sus músicos callejeros. Marinera al borde del Tajo, que es ya aquí océano, y soñadora entre las almenas del castillo de São Jorge, desde el que la vista se pierde en entramados complejos de rúas y barrios.
Por la Baixa pombalina
Pero volvamos a Pessoa: “Despertar de la ciudad de Lisboa, más tarde que las otras./ Despertar la Rua do Ouro./ Despertar el Rossio, a las puertas de los cafés./ Despertar./ Y en medio de todo, la estación, que nunca duerme,/ como un corazón que tiene que pulsar a través de la vigilia y del sueño”. El gran poeta lisboeta amó con todas sus fuerzas la Baixa, la parte baja de la ciudad, ideada y trazada por el marqués de Pombal tras el terremoto de 1755. La inmensa plaza del Comercio, abierta al estuario, actúa como eje distribuidor, como gran salón donde recibir a las visitas, que se perderán después entre calles que nacieron con espíritu artesanal y financiero –Áurea, Augusta, Prata…–, iglesias como la de São Domingos –arrancada su piel por un incendio– y plazas llenas de vida, como la de Figueira y el Rossio, con su Teatro, su preciosa estación de Metro, con puertas en forma de herradura, y sus dos cafés, la Pastelaria Suíça y el Nicola, inaugurados ambos en la primera mitad del siglo XX. Una bica (café) en ellos de nuevo permite volar con la imaginación a otras épocas de tertulias y versos. Aunque si de volar se trata, sólo hay una opción: subir al elevador de Santa Justa, con aires de Torre Eiffel, y mirar al infinito, casi tocando el cielo. El elevador une la Baixa y el Chiado y permite alcanzar lo que queda de la iglesia do Carmo, silueta irreal cuyos arcos desvestidos de noche aspiran a reventar la luna.
De rúas y miradores
En Lisboa todos los caminos conducen al Chiado, el barrio que ardió en 1988 y que hoy, totalmente renovado, continúa siendo el corazón de la ciudad. La rúa Garret es su espina dorsal, que se ramifica, coqueta, en pequeñas vías y patios casi secretos, a los que hay que asomarse para descubrir pequeños cafés, librerías que huelen a páginas viejas y tiendas con un cierto toque vintage. Los comercios más modernos y bohemios hay que buscarlos en los límites del Bairro Alto, que asciende sinuoso desde la plaza de Luís de Camoes y se enrosca en rúas mínimas que de pronto se abren a otras por las que la vida fluye a borbotones, como la de São Pedro de Alcántara, con su idílico mirador. La ciudad se antoja desde aquí un lugar efervescente, que apetece recorrer de punta a punta, queriendo sostener con las manos las fachadas de sus casas a punto para el desguace. Aunque para fijarla en la memoria baste con una simple mirada desde terrazas y elevadores, como el de Gloria, o cerrar los ojos a la sombra de algún árbol. ¿El más famoso? El cedro de Buçaco que preside el hermoso jardín de Príncipe Real, próximo ya a la romántica plaza de las Flores.
Y siempre, Alfama
Romanticismo y nostalgia, amor y rendición, sombras y luces, un viaje a otros mundos, a otros tiempos. Todo eso es el barrio de Alfama, el de los pescadores, el más antiguo de la ciudad, un arrabal de origen medieval, un laberinto. “Un animal mitológico”, que diría José Saramago, Premio Nobel de Literatura. La sede de su Fundación se ubica precisamente en la Casa dos Bicos, cuya puntiaguda fachada marca el camino hacia la Sé, la poderosa Catedral, y ella el de un enjambre de calles que suben y bajan al compás del 28, el famoso tranvía eléctrico amarillo, o de alguno de los fados que se escapan de sus minúsculas tascas. Alfama es todo y, en realidad, no es nada. Un museo dedicado a la guitarra y su canción, alguna iglesia, sus fiestas del mes de junio, brasas y sardinas. Pero nadie puede decir que conoce Lisboa sin haberla recorrido a pie, despacio. Entonces es cuando se comprende que la verdadera belleza de la ciudad está en el aire, más allá, mucho más, de sus principales monumentos, como la Torre de Belém, el puente del 25 de Abril, el pedrao que recuerda a los descubridores y el Monasterio de los Jerónimos, en cuyo claustro descansa para siempre Pessoa. “Tengo sueño. Casi pido a los dioses que haya que me guarden aquí, como en un cofre, defendiéndome de las amarguras y también de las felicidades de la vida”. Pura nostalgia.